Gabriela, una joven de 28 años, salió de Venezuela en 2018 con el objetivo de atravesar Colombia, Centroamérica y México para llegar a Estados Unidos y cumplir su “sueño americano”. Sin embargo, la noche del miércoles 12 de octubre de 2021, horas antes de llegar al extremo norte del Tapón del Darién en Panamá, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos anunció que los venezolanos serían devueltos a México si intentaban cruzar la frontera sur.
Ella escuchó la noticia de boca de otros compatriotas que hacían fila en los campamentos de Naciones Unidas y Médicos Sin Fronteras, ubicados en la Estación de Recepción Migratoria de San Vicente, en la ciudad de Metetí, Darién. Este lugar tiene capacidad para albergar a 500 personas, donde llegan aquellos migrantes que logran superar los peligros del pantano, los ríos, los asaltos y la fatiga en su travesía por las 575 000 hectáreas de la selva del Darién.
Aunque la noticia le causó intriga, Gabriela no quiso profundizar en los detalles. Sus piernas y pies estaban inflamados por los días de caminata con su bolso a cuestas, pero se sentía satisfecha: ya había superado lo peor.
Gabriela y el grupo con el que viajaba vivieron momentos de horror durante los diez días de la travesía. La experiencia le enseñó que los migrantes representan un gran negocio para muchas personas que se aprovechan de su situación. En un campamento indígena, tuvo que pagar 50 dólares por cada noche, y si le servían comida (porciones pequeñas, como para un niño de cinco años), tenía que pagarla, aunque no la hubiese solicitado.
Cuenta que tuvo que convertirse en una observadora atenta del entorno, buscando sin vacilar rastros de personas, huellas de pisadas, bolsas azules o restos de carpas que le indicaran que iba en la dirección correcta; de lo contrario, estaría perdida.
En el camino por la selva, el grupo se topó con indígenas vestidos como militares y armados con fusiles. En uno de los campamentos, una persona les ofreció sus servicios como guía. Sin embargo, cuando ya estaban del lado panameño, fueron entregados a otro grupo que los mantuvo en cautiverio en medio de la selva. "Fuimos engañados", recuerda Gabriela. "Ellos tenían armas que disparaban para aterrorizarnos. Los niños se aferraban a sus padres. Es algo que, solo de mencionarlo, se me eriza la piel", añade. Fue entonces cuando les informaron que debían pagar treinta dólares por persona si querían continuar.
Así comenzó la negociación por grupos, según la nacionalidad. Gabriela se unió al grupo de los nigerianos. Se hizo de noche y después de una larga disputa, lograron reducir el monto a quince dólares por cabeza. En ese momento, empezó a llover. Gabriela, junto con otras diez personas, se refugió debajo de un plástico grande. Ella no podía dormir. Esas diecinueve horas de secuestro se le hicieron tan largas como un mes.
Gabriela y sus nuevos conocidos pudieron continuar su travesía y lograron llegar a la frontera de Chiriquí y Costa Rica con el apoyo de los recursos humanitarios que encontraron al salir del Tapón del Darién. Seis meses le tomó a la joven cruzar por Centroamérica, afrontando peligros y pasando por puestos de control migratorios con el riesgo de ser retenida o deportada a su país. A pesar de la ley anunciada por Estados Unidos, con la ayuda de los llamados "coyotes", pudo cruzar ilegalmente las fronteras y llegar a su anhelado destino final.
Lo único que deseaba Gabriela al dejar su tierra era encontrar una mejor calidad de vida, trabajar y reunirse con sus familiares, escapando del mundo de conflictos que representaba su país. Hoy día se encuentra en territorio norteamericano, una tierra que la acogió, donde se siente segura y respetada, con un mundo de oportunidades.
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