En un pequeño pueblo de gente humilde y trabajadora del departamento del Chocó, Colombia, nació Carmen Murillo el 16 de julio de 1926. Fue la segunda de cuatro hermanos.
Desde muy joven, Carmen entendió lo que era esforzarse para ayudar a su familia. Nunca tuvo la oportunidad de asistir a la escuela ni de abrir un libro. No aprendió a leer ni a escribir porque vivía en una comunidad apartada, donde la pobreza extrema era la norma, y a veces ni siquiera tenían para comer.
A los 15 años, emigró a Panamá, específicamente a Las Palmas, en la provincia de Darién. Allí trabajó en un sembradío, cosechando, manejando el machete y cargando cosas pesadas como si fuera un hombre. Sin embargo, nada de eso era demasiado para ella, pues tenía un fuerte deseo de salir de la pobreza. Su fuerza de voluntad y carácter decidido siempre le permitieron alcanzar lo que se proponía. Además, encontraba tiempo para ayudar a quien lo necesitara.
Aunque Carmen no asistió al colegio, era muy hábil con los números y en la administración. Se dedicó a trabajar con ahínco hasta que logró tener su propia finca, donde cultivaba yuca, plátano, otoe y muchas otras cosas. Nunca dejó de ayudar a sus hermanos, y alcanzó una estabilidad económica envidiable.
Carmen se casó y tuvo tres hijos: dos varones y una mujer. Al mayor tuvo que dejarlo en Colombia, ya que la familia paterna se lo arrebató y no le permitían verlo. Su hija Petra heredó su carácter fuerte; le gustaba trabajar y era muy talentosa en la cocina. El otro varón llevó una vida un tanto desenfrenada, aunque su madre siempre intentó corregirlo. Carmen inculcó en sus hijos valores y el amor por el trabajo.
Con el paso de los años, Carmen se trasladó al sector de la 24 de Diciembre, en la ciudad de Panamá, donde comenzaron sus problemas de salud. Le detectaron cáncer de mama en una etapa avanzada, y fue necesario amputarle un seno. Pero esto no la detuvo; continuó adelante y se recuperó. Sin embargo, ya no tenía la misma fortaleza de antes. Su hija Petra falleció a los 65 años y, pocos años después, su segundo hijo murió a los 40, por envenenamiento. Sepultar a dos de sus hijos fue muy doloroso para la mujer.
Con el tiempo, los dolores se hicieron más intensos, y ya no podía vivir sola, lo que la obligó a dejar su finca al cuidado de un trabajador. Nunca pudo regresar al Darién. Su nieta Erika, a quien crio, la atendía con amor, estando pendiente de sus medicamentos, citas médicas, aseo personal y alimentación.
A los 85 años, Carmen fue trasladada a la casa de su nieta Dalis, en Curundú, porque ya no podía caminar y vivía muy lejos para asistir a sus citas. Su apariencia reflejaba el desgaste de los años: sus manos y piel estaban arrugadas, y el poco cabello que le quedaba era blanco como la lana de una oveja. Sin embargo, su memoria nunca se debilitó; recordaba a todos sus familiares y conocía el nombre de cada uno.
Los meses y días pasaron, y su salud continuó deteriorándose. Era como una niña a la que cuidaban constantemente. A veces resultaba gracioso cómo refunfuñaba cuando había que cambiarla, bañarla o darle de comer. Sin embargo, también era doloroso verla sufrir cada noche, ya que los dolores intensos se volvían más frecuentes y la atormentaban profundamente. Un objeto muy importante para Carmen era una pulsera de plástico con un lazo de colores llamativos. Nadie lograba quitársela, ni siquiera los médicos durante los exámenes, ya que los miraba con desaprobación. Esta pulsera era un regalo de su bisnieta Ismerai, quien además de ser su descendiente, era su mejor amiga.
En 2015, cuando su estado de salud empeoró, todos sus nietos, bisnietos y primos se reunieron en la casa de una de sus hijas. A la 1:00 p. m., sonó el teléfono anunciando su fallecimiento. Un silencio se apoderó de todos. Las lágrimas corrían por las mejillas de cada uno, pero nadie hacía ruido; estábamos procesando la información. Se fue Carmen, una mujer fuerte, sincera, disciplinada y con un carácter que imponía respeto; una mujer que valía oro.
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